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miércoles, 16 de octubre de 2013

La última forma en que murió Dalmira Potete


La Última forma en que murió Dalmira Potete

El Principio de Incertidumbre de Heisenberg se refería justamente a esto, cuando planteaba la idea básica de que uno no puede conocer la trayectoria de cierto evento en un sistema, sin modificar esta trayectoria, ya que el ojo observador es mucho más metiche de lo que tantos piensan y resulta que de repente las cosas ya no son más cosas, sino probabilidades de ser cosas… pero esto, Dalmira Potete no lo sabía.

Dalmira no tenía hijos, era una muchacha joven, de unos veintipico, y una de las cosas que más le llamaban la atención era el humo, esas formas volumétricas retorcidas, esas figuras danzantes del vórtice, le entretenía ver cómo el humo nacía, crecía, se expandía, y luego moría difuminado entre los otros gases menos visibles.

Un dato curioso es que el humo, el de un cigarro, puede exhalarse de manera que sea lo suficientemente espeso y denso como para superar el peso del aire mismo, y con esto se pueden lograr efectos muy interesantes, como por ejemplo, poder verter humo en un recipiente, y que ese humo se quede ahí, quietito, esperando ser inhalado. Así es como Dalmira se interesó por primera vez en estos gases, mientras fumaba.
“¡La tenés re clara!” ”¡Grosa!”  ”¡A ver, a ver!” decía la muchachada cuando Dalmira hacia su puesta en escena con el humo. Anillos de humo, figuras danzantes, triples mortales, backflips verticilantes, letras cursivas en humaredas, todo le salía a ella, ¡Todo! Menos una sola cosa, la figura de humo más complicada y rebuscada que se haya inventado jamás, habiendo sido lograda sólo dos veces anteriormente por caciques antiguos adoradores de la pipa y el tabaco, la figura de “El Corazón Latiente” que, como su nombre lo indica, da a observar un corazón humano latiendo en el mismo aire y humo, mezcla del tabaco de su creador.
Dalmira no lo soportaba, no podía vivir sin superar esa meta, Dalmira quería explotar de angustia.
Así que todos los días practicaba y practicaba. Tres, cuatro, seis atados matutinos se fumaba, pero no lo lograba. De su boca, de sus narices, sólo emanaban toroides, anillos, cubos, dragones, flores silvestres, gatos monteses, canastos de ropa, cuadros de Jim Morrison autografiados, pero no, El Corazón Latiente no se dejaba domar así como así, y Dalmira cayó en una profunda depresión.

Cierto día, estando Dalmira encerrada en su habitación, fumando, pensando, entristecida, tapada por su cobija oliente de nicotina, destruida por la soledad y el humo, sintió un inmenso deseo de tomar agua y empapar sus labios secos, y sedienta, se levantó de la cama, que hace días no abandonaba, para dirigirse a la cocina. Una vez allí, abrió la canilla de la pileta, y con un vaso en la otra mano, procedió a dejarlo llenar. Mientras tanto, un hombre tocó la puerta, un hombre destruido, al cual habían asaltado hacía unos meses atrás y golpeado fuertemente en la nuca, dejándolo inconsciente y en estado de amnesia permanente, habiendo sido víctima de un robo, sólo por un par de monedas que llevaba consigo, monedas que fueron utilizadas por los malvivientes para comprar un paquete de papas fritas, dos caramelos de vuelto, y un paquete de cigarrillos, paquete de cigarrillos que en un descuido dado, en alguna persecución policial o en otro intento de asalto, dejaron los ladrones caer a la calle, calle por la que Dalmira solía pasar para pagar las facturas de la luz y el gas, antes de sumirse en su terrible depresión, calle donde ella encontró ese paquete de cigarrillos intacto, y decidió llevárselo a su casa, paquete del cual, en este preciso momento, Dalmira fumaba un cigarro.

Ocurre que el hombre que tocaba la puerta, llevaba ya semanas desorientado, y al no saber su nombre ni su historia, intentaba vivir de lo que otros podían ofrecerle, yendo puerta por puerta, buscándose de almas caritativas. Dalmira recibió un susto repentino por la presencia de la extraña visita, y en ese abrir y cerrar de ojos en que giró su cabeza por ver de quién se trataba, no se percató de que una ceniza del cigarrillo que sostenía con su mano derecha, había caído al vaso de agua, que sostenía con la izquierda.

Dalmira estaba demasiado triste y exhausta como para atender al hombre o averiguar qué quería, así que sólo volvió a su pieza y se encerró de nuevo en sus cobijas.

“Hincha bolas, tocando a esta hora la puerta” – dijo, inhalo fuertemente una pitada de su cigarrillo, y acto siguiente, tomó un trago de agua del vaso. Inmediatamente después de tragar, Dalmira se percata de una sensación extraña en su garganta, y repentinamente, se empieza a ahogar y revolcar, la ceniza obstruyendo su respiración provocó que Dalmira luchara por su vida.
En sus últimos intentos por sobrevivir, Dalmira tose, brutalmente, cae redonda al piso, y boca arriba, ahogada, observando sus últimos segundos de vida,  contempla lo más maravilloso de su vida. Su última tos, producto de su ahogar, había provocado junto con el humo que aún retenía en sus pulmones, una forma voluptuosa y transparente, que nadie mejor que ella reconocía, El Corazón Latiente. La figura que tanto había anhelado exhalar, estaba allí, flotando, latiendo, suavemente, de a poco difusa, y la única testigo de tal acontecimiento era ella, acostada, en el piso, muriendo, pensando y repitiéndose una y otra vez, “¿Cuál es la probabilidad de que algo así ocurra?”.

“¿Cuál es la probabilidad de que…” – y Dalmira muere en el acto.

Dalmira está muerta, Dalmira… murió hace tiempo, Dalmira probablemente esté viva, Dalmira probablemente tenga hijos, probablemente sea vieja, probablemente tome mate, sin azúcar, probablemente con azúcar, Dalmira probablemente sea feliz en alguna casita de barrio, o probablemente en algún departamento de pleno centro, probablemente salga al patio a fumarse un pucho en los lugares públicos, probablemente Dalmira esté en contra del tabaco, pero la verdad…
 ¿Cuál es la verdad? La verdad es no poder saberlo jamás, la verdad es vivir, ansiando, anhelando El Corazón Latiente.


-Nicolás Bella

miércoles, 1 de mayo de 2013

La Cebolla Interuniversal




La Cebolla Interuniversal


Esto que les voy a contar, trata sobre mis recientes, o debería decir antiguas experiencias con los súper poderes. Todo esto ocurrió… va a ocurrir dentro de unos cuantos de años.
Resulta que en aquel momento yo era un pibe común y corriente, mi vida no era más interesante que la tuya o la de tu vecino (a menos que tu vecino practique deportes extremos), mis días se limitaban a los percances y las alegrías cotidianas, al estudio, al añoro, a la música, al chocolate. Pero todo cambió cuando decidí, por capricho, comer cebolla.
Sí, cebolla, cruda, entera, darle un mordisco a la cebolla. ¿Por qué se me ocurrió esa desbaratada idea? no lo sé, pero lo hice, y gracias a eso descubrí este poder.

Verán, así como la cebolla tiene sus capas, el tiempo y el espacio se construyen de manera similar, en realidad todo lo que existe por debajo y arriba de este preciso momento, son capas, capas y capas de tiempos relativos y paralelos a este, todas concatenadas y direccionadas unas a otras, cada capa es un momento en una desencadenación específica de resultados lumínico-dinámicos, pero bueh, no los voy a complicar tanto con los tecnicismos, la cuestión es que al morder una cebolla, y comerme unas cuantas de sus capas, logro atravesarlas, y saltar de una capa a otra, de un tiempo a otro, y comerme en sí, al tiempo. Las cebollas me permiten trasladarme de un tiempo a otro, pero lamentablemente también, de un resultado dinámico a otro.

¿Qué quiere decir esto?
Que sí, genial, me como una riquísima cebolla (con el tiempo les tomé el gustito), pero no tengo poder de decisión absoluto sobre en qué tiempo, y sobre todo, en qué dimensión me piensa dejar, la cebolla me puede dejar en una dimensión resultado donde, por ejemplo, Cristóbal Colon no haya colonizado América, y el resultado sería que nada de lo que conozco existiría de la forma tal y como hoy existe, por lo tanto puedo terminar en cualquier verdura, irónicamente, porque como verán, la noción de tiempo de un astronauta de la cebolla, es muy distinta a la conocida por cualquiera, el tiempo no sólo va para atrás o para adelante, sino que sube y baja, rota y crece, y se achica, y te hace los ojos llorosos.

Esta capacidad auto-descubierta, este poder increíble, sin embargo, me ha traído muchas desventajas a lo largo del tiempo, o del espacio, o… en fin, mi relación con las mujeres ha sido desastrosa. Es que, como se imaginarán, mi particular aliento espanta cualquier libido, y esto no puedo evitarlo, necesito comerme una cebolla entera para poder viajar de aquí para allá.
En una época decidí dejar la cebolla y convertirme en alguien responsable, ya saben, asentar campamento, vivir una época, quedarme donde estaba, pero el intento resultó todo un fracaso, es que estaba en los años ’70, en un universo paralelo, donde la madre de Bob Dylan había muerto de joven atragantada por una semilla de girasol, y Bob nunca había nacido, esto desencadenó brevemente en que la música del momento no era para nada agradable a mis oídos. Definitivamente, aprendí mucho sobre influencias musicales en la historia gracias a mis viajes, así que en cuestión, no pude soportar un mundo sin mi movida musical, decidí irme.

28 cebollas después de eso, conocí a esta chica, Hcutgfadtrh, una chica hermosa, a pesar de su nombre, resulta que en este resultado dimensional, en esta realidad paralela que estaba visitando, no se había llegado nunca en la historia a descubrir la fonética natural, la gente hacía esfuerzos inmensos para poder hablar entre consonantes, y por lo tanto, las personas y las cosas eran prácticamente impronunciables.
Hcutgfadtrh era una mujer muy interesante, le encantaba el Gfrrk (Jazz) y sabía tocar diariamente el bfeshooxc (saxofón), pero lo que más me atraía de ella era su tremenda Jrsupuss (capacidad intelectual), teníamos visiones de la vida muy parecidas, y a ella para nada le molestaba mi aliento a cebollas frescas. Por las tardes solíamos musicalizar nuestras ideas y plasmarlas en grabaciones, y un fin de semana cada tanto, íbamos al bar del centro, el Wiitdmrbrs, y las interpretábamos para el público. Nos gustaba salir al patio en las noches y marcar dibujos sobre la superficie de la luna con nuestros rayos de ultra protones, ya que en esta realidad, los rayos de ultra protones de alto alcance venían incorporados en cada teléfono celular.
Fue una época muy linda mientras duró, pero con el pasar de los meses, se me tornó realmente difícil el contacto, me costaba mucho llamarla por su nombre, o por cualquier sinónimo o seudónimo de éste, y me costaba así también relacionarme con cualquier persona para cualquier tarea cotidiana, con el tiempo logré enseñarle a decir perro y servilleta.
Así y todo, supe mantener mi cordura en un mundo de garabatos impronunciables, y pude subsanar esto con el amor de Hcutgfadtrh. Hasta ese fatídico día…
Fuimos invitados a una cena por los 30 años de la primera PerrrGqrew (a decir verdad, no tengo idea qué es esto) de la ciudad, realmente una fiesta hermosa, gente muy buena e interesante, música y humoristas geniales, nunca les entendí un chiste, pero su sola gesticulación valía por ellos mismos, y la comida era riquísima… aaaah, la comida… desdichado día en que el cocinero del salón decidió agregarle cebolla deshidratada a esa salsa de atún y tomate con la que me preparé aquel sanguche.
Momentos después de ingerir el bocado, empecé a sentir de nuevo esa vieja sensación cebollosa de moverse a través del tiempo y el espacio. Sí, esa característica sensación llorosa del viaje interuniversal solitario que me aquejó alguna vez. Mi poder había tomado tanto vuelo, que el sólo hecho de ingerir un poco de aquella cebolla deshidratada, fue suficiente para transportarme automáticamente a una era distinta, en un espacio distinto, en un resultado distinto, y nunca más volví a verla…
Ahora me encuentro en esta realidad, 1981, quizá por suerte todo está en orden y tranquilo, no hay demasiadas rarezas dimensionales, sólo una peculiaridad, por alguna razón evolutiva o genética, las cebollas no existen.
Quizás sea una señal, quizá sea una manera del destino de demostrarme que éste era mi punto final, la llegada última, el último salto, éste era mi momento, mi hogar, ya no puedo viajar a través de las infinitas capas del universo, ya no puedo visitar a Vivaldi, o acompañar en una tocata a Shostakovich, o a los grandes músicos del espectralismo, o a Bohr, o a Einstein, o al Tato Bores, ya no voy a poder comerme unas facturas con Sábato ni jugar al tejo en la playa con Nick Drake, o debatir de peronismo con Engels. Pero tal vez así es como debía ser, por más infinito que el universo sea, el ser humano está altamente limitado, por sus propias capas de cebolla.

Ahora me voy, ya que tengo un concierto en pocos minutos. Es que, verán, no podía quedarme con las manos vacías, tomé ventaja sobre este último viaje mío, y teniendo en cuenta mis conocimientos sobre el futuro advertí  al tal John Lennon de su asesinato el año pasado, salvándole la vida, así que me despido y me voy, que los muchachos de Los Beatles (Los Porchis en esta realidad) ya me esperan detrás del escenario.
A veces uno se pregunta, qué es lo que nos hace llorar más, si las capas de una cebolla, o las propias que nos esconden.

FIN

-Nicolás Bella

lunes, 29 de abril de 2013

Sentirse Bemol




Sentirse bemol

Gracias a la tecla negra es que existo, es en el preciso momento en que nace la tecla negra que yo existo, y luego cuando la tecla negra se aclara y desvanece, ahí mismo muero, volviendo al limbo sórdido, junto con ella, que calla, y se duerme tan melódica. En ese silencio asesino, vacío, destripador de la risa, un azul más azul que el más húmedo de los cielos, es en donde se quiebra esa sintonía enervada junto con lo bueno en mí, un blanco planetario luna papel escrito en azul Urano.

Es que de otra manera sólo sería este polvo que resta, resultado de todos esos días que las olas rompen en la roca, polvo solo, seco, determinado, deteriorado, en un círculo que no significase nada jamás. Partículas de arena, sal.

La tecla negra me enlaza a todo eso, me inunda, como la gravedad, que atrae a los planetas, y permite que el sol queme sus pieles pálidas y tatúe sus personalidades, y así nazcan flores y plantas, pasto y peces, y hombres de arena, arenales, y mares de mujeres, océanos. Y que en algún momento uno de esos hombres ejecute esa tecla negra, y en ese momento, al menos por un instante de un momento, todo cobre sentido, y todo el conjunto de teclas negras, granos de arena, soles, océanos de lluvia de gotas de llora un hombre, espacios gravitacionales, azules casi infinitos, y tramas de los cielos, me permitan por fin derivarme al espacio sonoro exterior, infinito e implosivo, el lugar de no me importa nada más que esta tecla negra, cuánta belleza en una sola tecla, el lugar de, en este preciso momento, sólo me importa este piano gris que suena.

-Nicolás Bella

domingo, 24 de marzo de 2013

Serebro Cilábico




Serebro Cilábico

La mancha rodeaba toda la habitación, así como si estuviera esperando que todos la miren y griten desesperados, "¡qué fea mancha! lavala de vez en cuando". Pero la gente no gritó, ni siquiera bostezó o se vio perpleja de alguna manera.

Porque si él hubiese sabido esto, no lo hubiera hecho, el picahielos que nunca usó para picar hielo, estancado en su cabeza profunda, en su mar de maratones, de maremotos misteriosos, murmullando murallas de miedo, manipulando meros muertos monosilábicos en su mente moribunda.

Cuando se dio cuenta de que la mancha sangrienta salía sola, sin ser sucumbida, sólo sedada, la lobotomía del loco, los lobos ladrando lúdicos, lamentables, nadie reconoció sus palabras, él dijo que se había enterado, "había redescubierto en la práctica, en un experimento real, lo que Wittgenstein ya había demostrado teóricamente hace décadas: la imposibilidad de establecer una regla unívoca y ordenamientos naturales."

Ese descubrimiento lo llevó a la cordura total, totalmente despierto de cordura, al borde de sucumbir hacia la no realidad, el picahielos supo encontrar al lagrimal, no era muerte lo que esperaba, sino un nombre eterno, una mujer eterna en su lóbulo frontal, en su pálida esencia y la muerte, que lo espera.

Hubo una mancha de sangre en la alfombra, y un hombre intentando encontrar respuestas en su mente, ahora sin mente, ahora con un nombre, repitiendo eternamente su nombre, lobotomizado, sin encontrar la lógica ni la razón aparente.

“silenciosa, cauta deposición de la palabra sobre la blancura de un papel en el que no puede tener ni sonoridad ni interlocutor, donde no hay otra cosa qué decir que no sea ella misma, no hay otra cosa qué hacer que centellar en el fulgor de su ser. (...) Quien habla en su soledad, en su frágil vibración, en su nada, es la palabra misma – no el sentido de la palabra, sino su ser enigmático y precario” – Michael Foucault

Nicolás Bella

lunes, 18 de febrero de 2013

Explosiones en el calefón


Explosiones en el calefón


Esa noche me olvidé de poner en piloto el calefón, el calefón era uno muy antiguo, de esos empotrados en la pared, no tenía apagado automático ni ese tipo de seguridades para los hombres que necesitan seguridades en sus vidas inseguras.

También quedó la ventana a medio abrir, y esa noche hubo mucha tormenta y un viento de la puta que lo parió. Una correntada caótica, un soplo causal y platónico, logró apagar la llama del calefón.

En pocos segundos la sala y la cocina se llenaron de gases mortíferos, el piloto automático no existía en ese entonces, pero lo que estoy seguro que existió esa noche fue mi casa inflada de metano.

Esa noche me desperté precipitadamente a las cuatro de la madrugada, mi habitación, en la oscuridad de la noche, era tenuemente iluminada por la blanco-azulada radiación de la pantalla de la computadora, que había dejado encendida, también sonaban muy bajo unos discos de jazz que había dejado reproduciéndose en la compu.

Me percaté de que me había dormido leyendo, porque al incorporarme de la cama dejé caer de mi pecho al suelo el libro, éste golpeó boca arriba en el suelo y se cerró desdeñosamente, logrando dejar esa onda de viento fuerte y ruido particular que suelen tener los libros al cerrarse. Y creo que en ese momento sentí mucha angustia por haber perdido la cuenta de la página en la que había dejado mi lectura, pues no soy de usar un marcador (siquiera soy de leer libros), sino que suelo usar mi memoria, para recordar por dónde continuar leyendo. El problema era que ésta vez me había dormido sobre mi volátil memoria, y apenas tenía un vago recuerdo sobre los diálogos de Martin y Alejandra.

De todas formas, sentía que esa angustia que me sofocaba era más profunda, que no tenía su origen en esa banalidad del libro, sentía que una angustia me recorría desde el pecho a la punta de las orejas, pasando por el mentón, que se sentía cansado y falto de humor, y la garganta, que se sentía aislada, apretada, asfixiada por unas manos que ni siquiera lograban cubrirla del todo.

Es que esa noche sentía, o presentía, que una explosión fuerte se venía, presentía que iban a quemarse muchas cosas mías, tenía la sensación de que algo en mí se destruiría, resquebrajándose, como se resquebraja una manzana bañada en caramelo cuando es mordida, o como cuando se reduce a nada una nube de azúcar al saborearla entre el paladar y la lengua. Algo en mí se reduciría a nada.

Con hambre de madrugada, abrí la puerta de mi habitación, la cual de costumbre suelo cerrar de noche, y al caminar hacia la cocina no pude evitar respirar el aire envenenado, siempre tuve buen olfato para el gas, y sobre todo mis ojos, mis ojos se irritan de nada.

En ese momento perdí fuerzas, casi caigo sobre mis rodillas, y sentí que una náusea me rodeaba, como un sueño de paz eterno, el monóxido de carbono invitándome a acariciar el vacío, a doblegar el sufrir. Pero sentí que debía dejar de respirar, ese instinto me dejó despertar de nuevo, ese instinto me permitió pararme y actuar, tapándome con una toalla corrí rápidamente hacia el corte de gas del calefón y cerré la llave de paso, después lo logré hasta las ventanas y las abrí de par en par, automáticamente corté las térmicas de luz y salí afuera del edificio.

Todo eso pasó tan rápido que aun no entiendo con qué velocidad lo logré, o cómo lo resolví de esa manera, no entiendo por qué a veces se dan un montón de sucesiones de hechos y de acciones, que nos desafían a dormir el sueño eterno, o a prevalecer de pie y rodillas, tampoco entiendo por qué ciertos libros nos suelen dormir en sus atrapantes historias, o por qué cerramos las puertas de noche, o por qué escucho jazz. Pero lo que más me revuelve la cabeza, es no entender por qué esa angustia aún reside, ese presentimiento de que algo está por explotar, o de que algo se me va a quebrar, esa sensación de tristeza premeditada, una esperanza de desesperanza, esperando ser recibida y concebida, abrazada, más allá de las tuberías de gas, más allá del calefón.


Nicolás Bella