La Última forma
en que murió Dalmira Potete
El Principio de
Incertidumbre de Heisenberg se refería justamente a esto, cuando planteaba la
idea básica de que uno no puede conocer la trayectoria de cierto evento en un
sistema, sin modificar esta trayectoria, ya que el ojo observador es mucho más
metiche de lo que tantos piensan y resulta que de repente las cosas ya no son
más cosas, sino probabilidades de ser cosas… pero esto, Dalmira Potete no lo
sabía.
Dalmira no tenía
hijos, era una muchacha joven, de unos veintipico, y una de las cosas que más
le llamaban la atención era el humo, esas formas volumétricas retorcidas, esas
figuras danzantes del vórtice, le entretenía ver cómo el humo nacía, crecía, se
expandía, y luego moría difuminado entre los otros gases menos visibles.
Un dato curioso
es que el humo, el de un cigarro, puede exhalarse de manera que sea lo
suficientemente espeso y denso como para superar el peso del aire mismo, y con
esto se pueden lograr efectos muy interesantes, como por ejemplo, poder verter humo
en un recipiente, y que ese humo se quede ahí, quietito, esperando ser
inhalado. Así es como Dalmira se interesó por primera vez en estos gases,
mientras fumaba.
“¡La tenés re
clara!” ”¡Grosa!” ”¡A ver, a ver!” decía
la muchachada cuando Dalmira hacia su puesta en escena con el humo. Anillos de
humo, figuras danzantes, triples mortales, backflips verticilantes, letras
cursivas en humaredas, todo le salía a ella, ¡Todo! Menos una sola cosa, la
figura de humo más complicada y rebuscada que se haya inventado jamás, habiendo
sido lograda sólo dos veces anteriormente por caciques antiguos adoradores de
la pipa y el tabaco, la figura de “El Corazón Latiente” que, como su nombre lo
indica, da a observar un corazón humano latiendo en el mismo aire y humo,
mezcla del tabaco de su creador.
Dalmira no lo soportaba,
no podía vivir sin superar esa meta, Dalmira quería explotar de angustia.
Así que todos los
días practicaba y practicaba. Tres, cuatro, seis atados matutinos se fumaba,
pero no lo lograba. De su boca, de sus narices, sólo emanaban toroides,
anillos, cubos, dragones, flores silvestres, gatos monteses, canastos de ropa,
cuadros de Jim Morrison autografiados, pero no, El Corazón Latiente no se
dejaba domar así como así, y Dalmira cayó en una profunda depresión.
Cierto día,
estando Dalmira encerrada en su habitación, fumando, pensando, entristecida,
tapada por su cobija oliente de nicotina, destruida por la soledad y el humo, sintió
un inmenso deseo de tomar agua y empapar sus labios secos, y sedienta, se
levantó de la cama, que hace días no abandonaba, para dirigirse a la cocina.
Una vez allí, abrió la canilla de la pileta, y con un vaso en la otra mano,
procedió a dejarlo llenar. Mientras tanto, un hombre tocó la puerta, un hombre destruido,
al cual habían asaltado hacía unos meses atrás y golpeado fuertemente en la nuca,
dejándolo inconsciente y en estado de amnesia permanente, habiendo sido víctima
de un robo, sólo por un par de monedas que llevaba consigo, monedas que fueron
utilizadas por los malvivientes para comprar un paquete de papas fritas, dos
caramelos de vuelto, y un paquete de cigarrillos, paquete de cigarrillos que en
un descuido dado, en alguna persecución policial o en otro intento de asalto,
dejaron los ladrones caer a la calle, calle por la que Dalmira solía pasar para
pagar las facturas de la luz y el gas, antes de sumirse en su terrible depresión,
calle donde ella encontró ese paquete de cigarrillos intacto, y decidió llevárselo
a su casa, paquete del cual, en este preciso momento, Dalmira fumaba un cigarro.
Ocurre que el
hombre que tocaba la puerta, llevaba ya semanas desorientado, y al no saber su
nombre ni su historia, intentaba vivir de lo que otros podían ofrecerle, yendo
puerta por puerta, buscándose de almas caritativas. Dalmira recibió un susto
repentino por la presencia de la extraña visita, y en ese abrir y cerrar de
ojos en que giró su cabeza por ver de quién se trataba, no se percató de que
una ceniza del cigarrillo que sostenía con su mano derecha, había caído al vaso
de agua, que sostenía con la izquierda.
Dalmira estaba
demasiado triste y exhausta como para atender al hombre o averiguar qué quería,
así que sólo volvió a su pieza y se encerró de nuevo en sus cobijas.
“Hincha bolas,
tocando a esta hora la puerta” – dijo, inhalo fuertemente una pitada de su
cigarrillo, y acto siguiente, tomó un trago de agua del vaso. Inmediatamente después
de tragar, Dalmira se percata de una sensación extraña en su garganta, y
repentinamente, se empieza a ahogar y revolcar, la ceniza obstruyendo su
respiración provocó que Dalmira luchara por su vida.
En sus últimos
intentos por sobrevivir, Dalmira tose, brutalmente, cae redonda al piso, y boca
arriba, ahogada, observando sus últimos segundos de vida, contempla lo más maravilloso de su vida. Su
última tos, producto de su ahogar, había provocado junto con el humo que aún
retenía en sus pulmones, una forma voluptuosa y transparente, que nadie mejor
que ella reconocía, El Corazón Latiente. La figura que tanto había anhelado
exhalar, estaba allí, flotando, latiendo, suavemente, de a poco difusa, y la
única testigo de tal acontecimiento era ella, acostada, en el piso, muriendo,
pensando y repitiéndose una y otra vez, “¿Cuál es la probabilidad de que algo
así ocurra?”.
“¿Cuál es la
probabilidad de que…” – y Dalmira muere en el acto.
Dalmira está
muerta, Dalmira… murió hace tiempo, Dalmira probablemente esté viva, Dalmira
probablemente tenga hijos, probablemente sea vieja, probablemente tome mate,
sin azúcar, probablemente con azúcar, Dalmira probablemente sea feliz en alguna
casita de barrio, o probablemente en algún departamento de pleno centro, probablemente
salga al patio a fumarse un pucho en los lugares públicos, probablemente
Dalmira esté en contra del tabaco, pero la verdad…
¿Cuál es la verdad? La verdad es no poder saberlo
jamás, la verdad es vivir, ansiando, anhelando El Corazón Latiente.
-Nicolás Bella




