Explosiones en el calefón
Esa noche me olvidé de poner en piloto el calefón, el
calefón era uno muy antiguo, de esos empotrados en la pared, no tenía apagado
automático ni ese tipo de seguridades para los hombres que necesitan
seguridades en sus vidas inseguras.
También quedó la ventana a medio abrir, y esa noche hubo
mucha tormenta y un viento de la puta que lo parió. Una correntada caótica, un
soplo causal y platónico, logró apagar la llama del calefón.
En pocos segundos la sala y la cocina se llenaron de gases
mortíferos, el piloto automático no existía en ese entonces, pero lo que estoy
seguro que existió esa noche fue mi casa inflada de metano.
Esa noche me desperté precipitadamente a las cuatro de la
madrugada, mi habitación, en la oscuridad de la noche, era tenuemente iluminada
por la blanco-azulada radiación de la pantalla de la computadora, que había
dejado encendida, también sonaban muy bajo unos discos de jazz que había dejado
reproduciéndose en la compu.
Me percaté de que me había dormido leyendo, porque al
incorporarme de la cama dejé caer de mi pecho al suelo el libro, éste golpeó
boca arriba en el suelo y se cerró desdeñosamente, logrando dejar esa onda de
viento fuerte y ruido particular que suelen tener los libros al cerrarse. Y
creo que en ese momento sentí mucha angustia por haber perdido la cuenta de la
página en la que había dejado mi lectura, pues no soy de usar un marcador
(siquiera soy de leer libros), sino que suelo usar mi memoria, para recordar
por dónde continuar leyendo. El problema era que ésta vez me había dormido
sobre mi volátil memoria, y apenas tenía un vago recuerdo sobre los diálogos de
Martin y Alejandra.
De todas formas, sentía que esa angustia que me sofocaba era
más profunda, que no tenía su origen en esa banalidad del libro, sentía que una
angustia me recorría desde el pecho a la punta de las orejas, pasando por el
mentón, que se sentía cansado y falto de humor, y la garganta, que se sentía
aislada, apretada, asfixiada por unas manos que ni siquiera lograban cubrirla
del todo.
Es que esa noche sentía, o presentía, que una explosión
fuerte se venía, presentía que iban a quemarse muchas cosas mías, tenía la
sensación de que algo en mí se destruiría, resquebrajándose, como se
resquebraja una manzana bañada en caramelo cuando es mordida, o como cuando se
reduce a nada una nube de azúcar al saborearla entre el paladar y la lengua.
Algo en mí se reduciría a nada.
Con hambre de madrugada, abrí la puerta de mi habitación, la
cual de costumbre suelo cerrar de noche, y al caminar hacia la cocina no pude
evitar respirar el aire envenenado, siempre tuve buen olfato para el gas, y
sobre todo mis ojos, mis ojos se irritan de nada.
En ese momento perdí fuerzas, casi caigo sobre mis rodillas,
y sentí que una náusea me rodeaba, como un sueño de paz eterno, el monóxido de
carbono invitándome a acariciar el vacío, a doblegar el sufrir. Pero sentí que
debía dejar de respirar, ese instinto me dejó despertar de nuevo, ese instinto
me permitió pararme y actuar, tapándome con una toalla corrí rápidamente hacia
el corte de gas del calefón y cerré la llave de paso, después lo logré hasta
las ventanas y las abrí de par en par, automáticamente corté las térmicas de
luz y salí afuera del edificio.
Todo eso pasó tan rápido que aun no entiendo con qué
velocidad lo logré, o cómo lo resolví de esa manera, no entiendo por qué a
veces se dan un montón de sucesiones de hechos y de acciones, que nos desafían
a dormir el sueño eterno, o a prevalecer de pie y rodillas, tampoco entiendo
por qué ciertos libros nos suelen dormir en sus atrapantes historias, o por qué
cerramos las puertas de noche, o por qué escucho jazz. Pero lo que más me
revuelve la cabeza, es no entender por qué esa angustia aún reside, ese
presentimiento de que algo está por explotar, o de que algo se me va a quebrar,
esa sensación de tristeza premeditada, una esperanza de desesperanza, esperando
ser recibida y concebida, abrazada, más allá de las tuberías de gas, más allá
del calefón.
Nicolás Bella
