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lunes, 18 de febrero de 2013

Explosiones en el calefón


Explosiones en el calefón


Esa noche me olvidé de poner en piloto el calefón, el calefón era uno muy antiguo, de esos empotrados en la pared, no tenía apagado automático ni ese tipo de seguridades para los hombres que necesitan seguridades en sus vidas inseguras.

También quedó la ventana a medio abrir, y esa noche hubo mucha tormenta y un viento de la puta que lo parió. Una correntada caótica, un soplo causal y platónico, logró apagar la llama del calefón.

En pocos segundos la sala y la cocina se llenaron de gases mortíferos, el piloto automático no existía en ese entonces, pero lo que estoy seguro que existió esa noche fue mi casa inflada de metano.

Esa noche me desperté precipitadamente a las cuatro de la madrugada, mi habitación, en la oscuridad de la noche, era tenuemente iluminada por la blanco-azulada radiación de la pantalla de la computadora, que había dejado encendida, también sonaban muy bajo unos discos de jazz que había dejado reproduciéndose en la compu.

Me percaté de que me había dormido leyendo, porque al incorporarme de la cama dejé caer de mi pecho al suelo el libro, éste golpeó boca arriba en el suelo y se cerró desdeñosamente, logrando dejar esa onda de viento fuerte y ruido particular que suelen tener los libros al cerrarse. Y creo que en ese momento sentí mucha angustia por haber perdido la cuenta de la página en la que había dejado mi lectura, pues no soy de usar un marcador (siquiera soy de leer libros), sino que suelo usar mi memoria, para recordar por dónde continuar leyendo. El problema era que ésta vez me había dormido sobre mi volátil memoria, y apenas tenía un vago recuerdo sobre los diálogos de Martin y Alejandra.

De todas formas, sentía que esa angustia que me sofocaba era más profunda, que no tenía su origen en esa banalidad del libro, sentía que una angustia me recorría desde el pecho a la punta de las orejas, pasando por el mentón, que se sentía cansado y falto de humor, y la garganta, que se sentía aislada, apretada, asfixiada por unas manos que ni siquiera lograban cubrirla del todo.

Es que esa noche sentía, o presentía, que una explosión fuerte se venía, presentía que iban a quemarse muchas cosas mías, tenía la sensación de que algo en mí se destruiría, resquebrajándose, como se resquebraja una manzana bañada en caramelo cuando es mordida, o como cuando se reduce a nada una nube de azúcar al saborearla entre el paladar y la lengua. Algo en mí se reduciría a nada.

Con hambre de madrugada, abrí la puerta de mi habitación, la cual de costumbre suelo cerrar de noche, y al caminar hacia la cocina no pude evitar respirar el aire envenenado, siempre tuve buen olfato para el gas, y sobre todo mis ojos, mis ojos se irritan de nada.

En ese momento perdí fuerzas, casi caigo sobre mis rodillas, y sentí que una náusea me rodeaba, como un sueño de paz eterno, el monóxido de carbono invitándome a acariciar el vacío, a doblegar el sufrir. Pero sentí que debía dejar de respirar, ese instinto me dejó despertar de nuevo, ese instinto me permitió pararme y actuar, tapándome con una toalla corrí rápidamente hacia el corte de gas del calefón y cerré la llave de paso, después lo logré hasta las ventanas y las abrí de par en par, automáticamente corté las térmicas de luz y salí afuera del edificio.

Todo eso pasó tan rápido que aun no entiendo con qué velocidad lo logré, o cómo lo resolví de esa manera, no entiendo por qué a veces se dan un montón de sucesiones de hechos y de acciones, que nos desafían a dormir el sueño eterno, o a prevalecer de pie y rodillas, tampoco entiendo por qué ciertos libros nos suelen dormir en sus atrapantes historias, o por qué cerramos las puertas de noche, o por qué escucho jazz. Pero lo que más me revuelve la cabeza, es no entender por qué esa angustia aún reside, ese presentimiento de que algo está por explotar, o de que algo se me va a quebrar, esa sensación de tristeza premeditada, una esperanza de desesperanza, esperando ser recibida y concebida, abrazada, más allá de las tuberías de gas, más allá del calefón.


Nicolás Bella